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miércoles, 17 de octubre de 2007

Kierkegaard o la imposibilidad de separar las cosas de su entorno






Dicta la Genética que todo carácter es el resultado de la interacción entre un genotipo y su ambiente; y, sin embargo, yo tiendo a pensar que eso son las características. El carácter pudiera, por el contrario, ser otra cosa mucho más importante que, tal vez precede y domina dicha interacción.

El capítulo titulado “Los Estadios eróticos inmediatos o el erotismo musical”, perteneciente al libro “Enten-Eller” ("O lo uno o lo otro"), de Soren Kierkegaard (1813-1855), empieza así:

Desde el primer instante de ofuscación en que mi alma, humillada y llena de asombro, se prosternó ante la música de Mozart, muchas veces ha sido para mí una actitud grata y reconfortante la de pensar en aquella jovial concepción griega que denomina al mundo cosmos, puesto que se muestra como un todo bien ordenado, como una grácil y diáfana alhaja del espíritu que obra en él y lo entrelaza; pensar que esa jovial concepción puede repetirse en un orden de cosas superior, en el mundo de los ideales, y que también en él hay una providencial sabiduría que es digna de admiración, puesto que, ante todo, reúne a los que se pertenecen de manera mutua: Axel y Valborg, Homero y la guerra de Troya, Rafael y el catolicismo, Mozart y el don Juan. Hay una miserable incredulidad que cree disponer de un sinnúmero de alicientes. Supone que ese vínculo es incidental, y no ve en él otra cosa que la afortunada conjunción de diferentes potencias en el juego de la vida. Supone que es incidental que los enamorados se encuentren, que es incidental que se amen, que habría cientos de otras muchachas junto a las cuales un hombre podría haber alcanzado la misma dicha y a las que podría haber amado del mismo modo. Supone que muchos otros poetas podrían ser tan inmortales como Homero, si éste no hubiese acaparado ese glorioso tema, que muchos compositores habrían podido ser tan inmortales como Mozart si se les hubiese dado la oportunidad. Claro que esa convicción comporta un gran consuelo y alivio para todos esos mediocres que, a través de ella, son capaces de creer y de hacer creer a sus iguales que, si no llegaron a ser tan ilustres como los ilustres, fue por una equivocación del destino o por un error universal. El optimismo que de esa manera se aporta es muy fácil. En cambio, para el alma valerosa, para el optimate, para aquel que preferiría perderse a sí mismo en la contemplación de lo grande más bien que salvarse a sí mismo de un modo tan miserable, eso, desde luego, es algo abominable, y para su alma sería un regocijo, sería una sagrada satisfacción ver unidos a aquellos que se pertenecen. Eso es lo venturoso, en un sentido que no es el de lo incidental y que presupone, por tanto, dos factores, mientras que lo incidental consiste en las interjecciones inarticuladas del destino. Es lo que hay de venturoso en la historia, la divina conjunción de las fuerzas históricas, la hora nupcial de la historia. En lo incidental hay un solo factor; es un hecho incidental que Homero haya hallado en la historia de la guerra de Troya la más excelsa materia épica que cabría pensar. Lo venturoso tiene dos factores; es un hecho venturoso que la más excelsa materia épica le haya sido acordada a Homero, pues aquí el acento recae tanto sobre Homero como sobre la materia. En eso consiste la profunda armonía que resuena en todas las producciones que llamamos clásicas. Lo mismo sucede con Mozart; es un hecho venturoso que aquello que, en sentido profundo, es acaso el único tema de la música, le haya sido dado ..... a Mozart.

A mi entender, esa miserable incredulidad a la que se refiere Kierkegaard, que cree disponer de un sinnúmero de alicientes y que supone que el vínculo es incidental, y no ve en él otra cosa que la afortunada conjunción de diferentes potencias en el juego de la vida; esa miserable incredulidad es algo muy próximo al concepto vulgar que corre de Evolución y que el darwinismo se ha encargado de difundir a los cuatro vientos.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Premio "Roberto Alcázar y Pedrín"



Biología humanista anuncia la concesión del I Premio "Roberto Alcázar y Pedrín" a figuras que se hayan destacado por su tarea en la deshumanización de la Biología.

El premio recuerda a los que fueran héroes del cómic, el periodista-detective Roberto Alcázar y su inseparable amigo, el niño Pedrín, ambos peleando incansables contra el crimen por los caminos planos y cuadriculados de la historieta, sin tregua ni compasión.

En esta primera entrega, sin apenas deliberación y abrumados por la enorme publicidad que los sustenta, biología humanista ha decidido premiar ex-aequo al periodista Eduard Punset por el título de su best seller “El alma está en el cerebro” y al inglés Richard Dawkins por su título “The God Delusion”.

Mediante sus títulos (confieso que no he leído más), ambos autores pretenden ahora acabar de un plumazo con toda la Filosofía Medieval, con San Agustín, Santo Tomás, la escolástica y los padres de la iglesia, Pascal, Leibniz, Kierkegaard y Unamuno entre otros autores intachables. El primero de nuestros premiados (EP), pasa por alto un aspecto esencial en la definición del alma que dice que el alma es inmaterial y por lo tanto no está en ninguna parte, menos en ningún menudillo como el cerebro, por complicado que éste sea. Mediante sus pomposos títulos, ambos premiados (sobre todo el segundo, RD) ignoran lo que muchos autores de indiscutible solvencia intelectual han llamado, a lo largo de los siglos “la concepción trágica de la existencia”, vigorosamente expresada, entre otros, en los pensamientos de Pascal y Unamuno y que podría resumirse aquí, a un nivel modesto, diciendo que Dios nos deja la suficiente libertad como para pensar tan torpemente como lo deseemos. De ambos libros, con leer el título ya tengo leído bastante. Supongo que en el libro de Punset podrá haber algo aprovechable que espero me llegue por otros cauces. De Dawkins, con la enorme campaña propagandística que conlleva, no me ha quedado más remedio que ojear alguna crítica, ya es mucho más de lo que pensaba haber hecho después de haber leído en mi tierna juventud su obra “El gen egoísta”, de la cual debería su autor, en lugar de celebrar aniversarios, publicar un público arrepentimiento.

La literatura es basta y, pese al enorme esfuerzo de embrutecimiento que a diario realizan las editoriales, todavía queda material abundante en letra impresa como para no tener que recurrir a estas novedades.