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martes, 19 de mayo de 2009

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miércoles, 17 de octubre de 2007

Kierkegaard o la imposibilidad de separar las cosas de su entorno






Dicta la Genética que todo carácter es el resultado de la interacción entre un genotipo y su ambiente; y, sin embargo, yo tiendo a pensar que eso son las características. El carácter pudiera, por el contrario, ser otra cosa mucho más importante que, tal vez precede y domina dicha interacción.

El capítulo titulado “Los Estadios eróticos inmediatos o el erotismo musical”, perteneciente al libro “Enten-Eller” ("O lo uno o lo otro"), de Soren Kierkegaard (1813-1855), empieza así:

Desde el primer instante de ofuscación en que mi alma, humillada y llena de asombro, se prosternó ante la música de Mozart, muchas veces ha sido para mí una actitud grata y reconfortante la de pensar en aquella jovial concepción griega que denomina al mundo cosmos, puesto que se muestra como un todo bien ordenado, como una grácil y diáfana alhaja del espíritu que obra en él y lo entrelaza; pensar que esa jovial concepción puede repetirse en un orden de cosas superior, en el mundo de los ideales, y que también en él hay una providencial sabiduría que es digna de admiración, puesto que, ante todo, reúne a los que se pertenecen de manera mutua: Axel y Valborg, Homero y la guerra de Troya, Rafael y el catolicismo, Mozart y el don Juan. Hay una miserable incredulidad que cree disponer de un sinnúmero de alicientes. Supone que ese vínculo es incidental, y no ve en él otra cosa que la afortunada conjunción de diferentes potencias en el juego de la vida. Supone que es incidental que los enamorados se encuentren, que es incidental que se amen, que habría cientos de otras muchachas junto a las cuales un hombre podría haber alcanzado la misma dicha y a las que podría haber amado del mismo modo. Supone que muchos otros poetas podrían ser tan inmortales como Homero, si éste no hubiese acaparado ese glorioso tema, que muchos compositores habrían podido ser tan inmortales como Mozart si se les hubiese dado la oportunidad. Claro que esa convicción comporta un gran consuelo y alivio para todos esos mediocres que, a través de ella, son capaces de creer y de hacer creer a sus iguales que, si no llegaron a ser tan ilustres como los ilustres, fue por una equivocación del destino o por un error universal. El optimismo que de esa manera se aporta es muy fácil. En cambio, para el alma valerosa, para el optimate, para aquel que preferiría perderse a sí mismo en la contemplación de lo grande más bien que salvarse a sí mismo de un modo tan miserable, eso, desde luego, es algo abominable, y para su alma sería un regocijo, sería una sagrada satisfacción ver unidos a aquellos que se pertenecen. Eso es lo venturoso, en un sentido que no es el de lo incidental y que presupone, por tanto, dos factores, mientras que lo incidental consiste en las interjecciones inarticuladas del destino. Es lo que hay de venturoso en la historia, la divina conjunción de las fuerzas históricas, la hora nupcial de la historia. En lo incidental hay un solo factor; es un hecho incidental que Homero haya hallado en la historia de la guerra de Troya la más excelsa materia épica que cabría pensar. Lo venturoso tiene dos factores; es un hecho venturoso que la más excelsa materia épica le haya sido acordada a Homero, pues aquí el acento recae tanto sobre Homero como sobre la materia. En eso consiste la profunda armonía que resuena en todas las producciones que llamamos clásicas. Lo mismo sucede con Mozart; es un hecho venturoso que aquello que, en sentido profundo, es acaso el único tema de la música, le haya sido dado ..... a Mozart.

A mi entender, esa miserable incredulidad a la que se refiere Kierkegaard, que cree disponer de un sinnúmero de alicientes y que supone que el vínculo es incidental, y no ve en él otra cosa que la afortunada conjunción de diferentes potencias en el juego de la vida; esa miserable incredulidad es algo muy próximo al concepto vulgar que corre de Evolución y que el darwinismo se ha encargado de difundir a los cuatro vientos.